INTÉRPRETES
Joaquín Riquelme, viola
Enrique Bagaría, piano
ARCHIPIÉLAGO DIGITAL
CONCIERTO
26
ENE
2024
26 ENE 2024
Robert Schumann (1810-1856)
Adagio y Allegro, op. 70 (9’)
Johannes Brahms (1833-1897)
Sonata para viola y piano en fa menor, op. 120 n.º 1 (23’)
George Enescu (1881-1955)
Concertstück (10’)
Paul Hindemith (1895-1963)
Sonata para viola y piano, op. 11 n.º 4 (18’)
Robert Schumann
Adagio y Allegro, op. 70
La de Robert Schumann fue una de las vidas más intensas y complicadas entre las de los compositores que forman el parnaso musical. En cierto modo, su personalidad era como la de un héroe romántico: brillante, pasional y fantasioso, pero también obsesivo, paranoico y caótico; por desgracia, terminó caminando en una línea muy fina entre la cordura y la locura durante la mayor parte de su vida adulta y hasta su muerte a los 46 años. Su carrera como compositor es asimismo un reflejo de sus obsesiones, con periodos en los que centraba toda su atención en un determinado tipo de repertorio: en los primeros diez años de su carrera (su opus 1 es de 1830) creó casi exclusivamente páginas pianísticas, pero al llegar 1840 decidió centrarse casi exclusivamente en el género de la canción, componiendo alrededor de ciento treinta Lieder. 1841 fue el año de la música sinfónica —escribió las sinfonías Primera y Cuarta, una obertura, el oratorio Das Paradies und die Peri y comenzó a trabajar en el Concierto para piano en la menor— y en 1842, centrado en la música de cámara, compuso los tres cuartetos de cuerda, el cuarteto y el quinteto con piano y la Fantasía para trío, op. 88, entre otras creaciones.
1849 fue otro de sus años «buenos», en el que su salud mental le permitió componer en abundancia, con alrededor de veinte obras importantes. Un estallido de creatividad se produjo en la primavera y tuvo como sujeto a la trompa, un instrumento que en años recientes había sido objeto de importantes mejoras técnicas: fundamentalmente, la introducción de pistones que permitían alargar o acortar la longitud de los tubos y, en consecuencia, tocar la escala cromática completa. Schumann pareció redescubrir el instrumento durante estos meses y se le ocurrió la loca idea de escribir una Fantasía no para una, sino para cuatro trompas y orquesta, además del Adagio y Allegro, op. 70 que escucharemos hoy, originalmente concebido para trompa y piano pero que ofrece la alternativa, indicada en la portada de la partitura, de ser interpretado por un violín, una viola o un violonchelo. El Adagio, que iba a titularse Romanza, es una de esas piezas schumannescas —como la Fantasía para clarinete y piano o las Tres romanzas para oboe y piano, compuestas ese mismo año y dedicadas a su esposa Clara— que construyen un espacio de asombrosa intimidad entre los dos instrumentos. Diríase que Schumann va aquí incluso más allá de la música de cámara al proponer un melodismo amorosamente compartido y mimado por ambos instrumentos, en el típico estilo sentimental Biedermeier de la época, pero con una compenetración tal que el violonchelista David Finckel llega a calificarlo de «erótico». En cualquier caso, este romanticismo a flor de piel pronto se ve dinamitado por el Allegro, una página brillante marcada como Rasch und feurig (rápido y ardiente) en la que la escritura original para trompa se deja reconocer en los motivos de notas largas que son interrumpidos por bravos arpegios ascendentes y en las virtuosísticas figuras de tresillo con notas picadas, muy características de este instrumento de viento metal. Apoyando la parte solista, el piano hace gala de una escritura igualmente virtuosa y repleta de recursos, que demuestra el gran dominio que poseía Schumann del que era su instrumento más querido. Tras un pasaje intermedio que parece evocar la ternura del Adagio inicial, el Allegro se precipita hacia su final con una trepidante energía.
Johannes Brahms
Sonata para viola y piano en fa menor, op. 120 n.º 1
Las dos Sonatas, op. 120, escritas para clarinete y piano aunque se interpreten a menudo con la viola, fueron las últimas composiciones camerísticas de Johannes Brahms, y como tales comparten con otras piezas finales de su catálogo, particularmente las Klavierstücke e Intermezzi del opus 116 al 119, cierto carácter meditativo y melancólico, como si el compositor de Hamburgo, que había cumplido ya los sesenta, fuera consciente de que había entrado en una nueva etapa de su vida. Según explica Claude Rostand, «debido a la muerte de tantos amigos, Brahms pasa un periodo, el invierno de 1894, dolorosísimo. ¿Será también una señal para él? Su salud es buena, en efecto, pero advierte cierta fatiga, a veces extraños malestares. Recorre todavía, cada domingo, la campiña próxima a Viena, pero sus amigos cuentan que ahora se queda sin aliento con frecuencia y pide “un alto para admirar el panorama”. También su carácter ha cambiado y es necesaria toda la amistad de sus más fieles para soportar sin resentimiento sus reacciones un poco fuera de tono, algunas de sus extravagancias de viejo solterón».
No hay que olvidar que tres años antes, en 1891, Brahms había decidido jubilarse como compositor, proclamando que estaba cansado de componer y que quería dedicar su tiempo «a los amigos, los viajes y la lectura». Había avisado incluso a su editor para que no esperase más composiciones por su parte; sin embargo, unos meses más tarde, durante una visita a la corte de Meiningen, escuchó tocar al virtuoso del clarinete Richard Mühlfeld, quien le fascinó y lo «arrastró como una cometa» fuera de su retiro para componer cuatro obras con este instrumento de viento como protagonista. Las dos primeras, el Trío, op. 114 y el Quinteto, op. 115 las escribió en un arrebato en ese mismo año de 1891; pero las dos últimas sonatas, entre ellas la que escucharemos hoy, nacerían durante el verano de 1894, justo después de perder a tres de sus amigos más queridos: su médico Theodor Billroth, el director de orquesta Hans von Bülow y el musicólogo Philipp Spitta.
Aunque la Sonata n.º 1 no sea triste ni carezca de energía, es fácil ver cómo Brahms modera sus formas de expresión si la comparamos, por ejemplo, con el tormentoso inicio del Concierto para piano n.º 1, compuesto en 1858. La Sonata para clarinete n.º 1 comienza también con un Allegro appassionato, pero es un tipo de pasión diferente, menos impulsiva, entregada más bien a la belleza continua de la propia música, que es sutil y sin excesos en la dinámica —solo se eleva una vez por encima del forte—. Le siguen a este Allegro dos movimientos sencillos: el segundo, marcado Andante un poco adagio, presenta en el clarinete una melodía similar a una canción que es sobriamente acompañada por el piano. El tercero, Allegretto grazioso, es un Ländler, pero que lejos de subrayar su carácter rústico y danzable está repleto de indicaciones como dolce, molto dolce, dolcissimo, più dolce sempre y teneramente. Por último, el cuarto movimiento, Vivace, es un rondó alegre y ligero que rompe totalmente con el ambiente otoñal que podríamos adjudicar al resto de la sonata. Con una escritura elegante y graciosa, muy clarinetística —lo que supone siempre un reto cuando es interpretado con la viola—, pone un encantador punto y final a una sonata que está considerada, por su equilibrio expresivo y pericia compositiva, como una de las obras camerísticas más redondas de Brahms.
George Enescu
Concertstück
El rumano George Enescu gozó desde su más tierna infancia del reconocimiento de sus aptitudes como compositor. Estudió con los mejores maestros de los conservatorios de Viena y París, conoció a Brahms y Saint-Saëns, fue compañero de clase de Ravel, Schmitt, Koechlin, Casella o Cortot, y ya en fecha tan temprana como 1897, cuando contaba tan solo 16 años, se celebró en París un concierto monográfico dedicado a su obra. Magnífico violinista y maestro de algunas de las más grandes figuras de este instrumento (Yehudi Menuhin, Christian Ferras y Arthur Grumiaux, entre ellos), hoy en día es recordado sobre todo por su literatura para violín y por sus brillantes piezas orquestales basadas en el folclore rumano. Pero su extenso catálogo se caracteriza por el eclecticismo de estilos: en su producción se alterna una obra de gran complejidad y pathos con una sencilla pieza de lucimiento, el lenguaje armónico francés que aprendió de Massenet y Fauré se codea con un cromatismo de tipo wagneriano, y una obra de cámara de abstracto planteamiento formal es compuesta inmediatamente después de un sencillo fresco de melodías populares.
Enescu fue también uno de los primeros en esbozar una especie de neoclasicismo en los primeros años del siglo xx, cuando creó algunas obras de obvias referencias idiomáticas al estilo barroco. Pero en muchas de sus obras de cámara, por ejemplo, en su célebre Octeto, se respira también cierto deseo de epatar al público. Una de sus influencias esenciales fue, de hecho, un compositor que jamás escribió música de cámara: Hector Berlioz. El mundo de pesadilla del francés está presente en el Octeto, que incluso llega a citar el «tema de la amada» de la Sinfonía fantástica en sus compases finales, pero este aura se respira también en otras creaciones camerísticas. Para Enescu, el quid de la cuestión consistía en llevar la extravagancia de la música de Berlioz al mundo civilizado de la música de cámara: «A veces me siento como un Berlioz en música de cámara, si es que es posible imaginar al hombre que usó cinco orquestas componiendo este tipo de música», afirmaba quien se veía a sí mismo como un crisol de influencias: «teniendo como base una educación alemana, viviendo en París, que amo con todo mi corazón, siendo rumano de nacimiento… soy esencialmente internacional».
La Concertstück para viola y piano fue compuesta en 1906 y, a decir verdad, no se detiene demasiado en estas consideraciones estilísticas. Fue escrita para el concurso de final de curso del Conservatorio de París, en el que Enescu participó como miembro del tribunal por invitación de Fauré, y como tal es una página que tiene un objetivo bien establecido: poner a prueba las cualidades de los alumnos de viola en múltiples aspectos técnicos y expresivos. Dedicó la obra a Théophile Laforge, violista principal de la Ópera de París, y en ella se combinan las texturas armónicas francesas con el folclore rumano, concretamente con una donia, que el autor describe como «un tipo de canción meditativa, frecuentemente melancólica, de trazo extendido y flexible en el que melodía y ornamentación se funden en una sola». El trabajo melódico es, sin duda, el motor principal de la pieza y, en consecuencia, es la viola la que lidera el discurso musical. Esto es algo característico de Enescu, quien defendía «no ser una persona para las sucesiones bonitas de acordes… una pieza merece ser llamada composición musical solo si tiene una línea, una melodía o, mejor aún, varias melodías superpuestas una sobre otra». La melodía de esta Concertstück es, claro está, de gran complejidad y está salpicada por numerosas técnicas violísticas que le dan variedad tímbrica y que a veces simulan, según el autor, los instrumentos de viento madera.
Paul Hindemith
Sonata para viola y piano, op. 11 n.º 4
Estrenada el 2 de junio de 1919 en el Saalbau de Frankfurt, durante un recital que ofreció el propio Hindemith —que fue violista profesional—, la Sonata, op. 11 n.º 4 se ha convertido en una de las obras más populares del repertorio para este instrumento. La partitura presenta muchos atractivos para el violista: es difícil pero muy idiomática, lírica pero atrevida, comprensible pero con un pie fuera del lenguaje tonal, y el diálogo camerístico entre la viola y el piano supone un reto interesante pero no frustrante. Según la solista Hellen Callus, es «una pieza que ofrece a los violistas oportunidades de desarrollarse artísticamente como pocas otras lo hacen». En fin, se trata de una creación magnífica que fue además importante para la carrera de Hindemith, ya que su estreno en aquel concierto en Frankfurt le valió su primer contrato editorial y, a los 23 años, consolidó su reputación como compositor.
La Sonata n.º 4 es, no obstante, bastante diferente del tipo de música que había venido haciendo el compositor alemán en su época de estudiante, abiertamente romántica y en la más pura tradición germánica. Como ocurrió con tantos otros compositores contemporáneos de Hindemith, su visión de la música cambió tras su experiencia en la Primera Guerra Mundial. Primero, su padre fue enviado a Alsacia en 1914 y falleció en las trincheras, y en 1918 le tocó el turno a él, aunque tuvo la suerte de ser escogido para tocar en la banda militar y en el cuarteto de cuerda del coronel de su regimiento, y tan solo ejerció de centinela en las trincheras hacia el final de la guerra. A tenor de sus cartas, fue una experiencia traumática para él, pero también una que le abrió los ojos al tipo de arte que quería crear. Hindemith remonta el descubrimiento a una interpretación del Cuarteto de cuerda en sol menor del compositor francés Claude Debussy, que ofreció para su coronel: «[…] nos dimos cuenta por primera vez de que la música es más que estilo, técnica y expresión de sentimientos personales. Aquí, la música trascendió las fronteras políticas, el odio nacional y los horrores de la guerra. En ningún otro momento he comprendido tan completamente en qué dirección debe desarrollarse la música».
Con este nuevo perfil internacionalista, Hindemith fue uno de los artistas jóvenes de la recién formada República de Weimar que rechazó las elevadas pretensiones de la música de finales del siglo xix. Como muchos de sus colegas, en una búsqueda que daría como fruto el neoclasicismo, Hindemith persiguió una nueva claridad en su trabajo mientras experimentaba con la tonalidad y comenzaba también a reflexionar sobre la función social de la música y del intérprete, que más tarde teorizaría en sus ideas sobre la Gebrauchsmusik o «música utilitaria».
Tal cambio de dirección puede apreciarse ya en muchos rasgos de esta Sonata para viola que compuso nada más terminar la guerra. Aparecen en ella dos influencias internacionales evidentes: la de la música rusa y la de Claude Debussy. La sombra de este último es evidente en la Fantasía que sirve de apertura, en la que nos topamos con el lenguaje armónico ampliado característico de Debussy (entre otros elementos, con su uso de escalas modales) e incluso con algún pasaje cromático que recuerda irremediablemente al Preludio a la siesta de un fauno. Las escalas de tonos enteros, que juegan un papel destacado en el tercer movimiento, parecen proceder más bien de la música rusa, que siempre le interesó a Hindemith y había comenzado a reunir una biblioteca de autores como Borodin o Glazunov a mediados de la década de 1910.
Los dos movimientos finales, que forman en su conjunto una gran sucesión de variaciones, son un fascinante terreno sobre el que explorar cómo estaba transitando Hindemith desde un lenguaje tonal funcional hacia una tonalidad extendida apoyada sobre un trabajo temático muy sólido. En cualquier caso, y más allá de lo interesante que resulte esta Sonata en el plano compositivo, lo esencial es su capacidad para conectar con el público gracias a un lirismo, y también dramatismo, de altísimo vuelo poético.
Mikel Chamizo