CONCIERTO
Meccore String Quartet
Plegaria sin palabras
Interpreta Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz, de F. J. Haydn
05
NOV
2022
Meccore String Quartet
Plegaria sin palabras
Interpreta Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz, de F. J. Haydn
05 NOV 2022
PROGRAMA
Franz Joseph Haydn (1732-1809)
Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz (70’)
I. Introduzione en re menor. Maestoso ed adagio
II. Sonata I en si bemol mayor. Largo
III. Sonata II en do menor. Grave e cantabile
IV. Sonata III en mi mayor. Grave
V. Sonata IV en fa menor. Largo
VI. Sonata V en la mayor. Adagio
VII. Sonata VI en sol menor. Lento
VIII. Sonata VII en mi bemol mayor. Largo
IX. Il terremoto en do menor. Presto e con tutta la forza
INTÉRPRETES
NOTAS AL PROGRAMA
Franz Joseph Haydn, Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz
Sita en pleno centro del casco histórico de Cádiz, a medio camino al ascender por la calle Rosario, se halla la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario, en el mismo lugar donde había existido antes una ermita desde 1567. La iglesia fue sometida a grandes mejoras en las últimas décadas del siglo XVIII y hasta 1823, gracias al empeño del prelado José Sáenz de Santamaría, marqués de Valde-Íñigo, quien empleó gran parte de su fortuna familiar, derivada del comercio con México, en reformar el templo. La parte superior, conocida como capilla de la Eucaristía, fue obra de Torcuato Bejumeda y sigue una tradición manierista, y entre los múltiples tesoros que alberga destacan tres pinturas de Francisco de Goya.
El espacio más singular, sin embargo, se encuentra debajo de esta iglesia de planta ovalada. Se trata del Oratorio de la Santa Cueva, inaugurado en 1783 y que perteneció a la Congregación del Retiro Espiritual. Esta hermandad, fundada en Cádiz hacia 1730, había adoptado la tradición de las Tres Horas, un oficio de Viernes Santo que se había generado en los ambientes jesuitas de Perú. El marqués de Valde-Íñigo, que perteneció a esta congregación como casi toda la sociedad gaditana más eminente, financió la construcción de esta capilla inferior cuya pieza central es un calvario con figuras de Vaccaro y Gandulfo. El oratorio fue diseñado por Torcuato Cayón como un espacio para prácticas penitenciales, con un ambiente austero y poco iluminado. Cada Viernes Santo se comenzó a celebrar en él el oficio de las Tres Horas o Sermón de las Siete Palabras, y es aquí donde comienza la historia de la obra objeto de este concierto.
Aunque seguía al servicio de la familia aristócrata de los Esterházy, en 1785 la fama de Joseph Haydn había traspasado ampliamente los lindes del palacio en el que ejercía como maestro de capilla desde 1761. Unos años antes, además, había renegociado su contrato con los Esterházy para poder atender a encargos externos, y fue así como recibió, en 1785, la petición de escribir una serie de tres cuartetos de cuerda breves que, según recoge Robbins-Landon en su recopilación de la correspondencia de Haydn, estaban «destinados para España». No se sabe a ciencia cierta quién encargó este grupo de cuartetos del opus 42, y solo se conserva uno de ellos, una pieza predilecta entre los cuartetos de cuerda amateur por su brevedad y relativa sencillez. Pero, apenas unos meses más tarde, habría de llegarle a Haydn un nuevo encargo desde España de parte del ya citado marqués de Valde-Íñigo.
En 1801, en el prefacio a la partitura de la versión vocal de Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz, Haydn explicó el germen de la obra —aunque cometiendo algunos errores, como el lugar de celebración de la ceremonia—: «Hace aproximadamente quince años [1785], un canónigo de Cádiz me solicitó escribir una música instrumental para las Siete palabras de Jesús en la cruz. Entonces se solía celebrar todos los años durante la cuaresma un oratorio en la catedral de Cádiz, a cuyo gran efecto debían contribuir no poco los siguientes preparativos: las paredes, ventanas y arcos de la iglesia eran cubiertos de paños negros, y solo una gran lámpara, colgada en el medio, iluminaba la sagrada oscuridad. Al mediodía se cerraban todas las puertas, y entonces comenzaba la música. Tras un preludio apropiado, el obispo subía al púlpito, pronunciaba una de las siete palabras, y realizaba una reflexión sobre ella. Cuando terminaba, bajaba del púlpito, y caía de rodillas frente al altar. Esta pausa se llenaba con música. El obispo subía y bajaba del púlpito repetidas veces, y cada vez irrumpía de nuevo la orquesta al terminar el discurso. A esta representación debía adaptarse mi composición».
Es interesante señalar que Haydn no asistió nunca al oficio en Cádiz, ni antes ni después de componer su música. Pero la carta de encargo que en nombre del marqués le remitió Francisco de Micón, maestro de capilla en la catedral de Cádiz, debió de ser tan detallada en su explicación de las peculiaridades de la ceremonia y de sus necesidades musicales, que Haydn no necesitó saber nada más. Según uno de sus sobrinos, «la composición debía más a la explicación que había recibido por escrito del Sr. de Micón que a su propia creación, porque, de una manera única, esta lo guiaba en cada paso del camino hasta el punto de que, al leer las instrucciones de España, parecía que en realidad estaba leyendo la propia música».
Esto no significa que la labor de Haydn fuera sencilla. Para respetar los tiempos de las procesiones entre el púlpito y el altar, y para respetar además el carácter de recogimiento requerido por la ocasión, Haydn se vio obligado a plantear una creación con siete movimientos lentos. «La tarea de escribir siete adagios, cada uno de los cuales debía durar unos diez minutos, para que se sucedieran sin cansar a los oyentes, no fue la más fácil», reconoció Haydn, «y pronto descubrí que no podía limitarme a los límites de tiempo prescritos». Efectivamente, y según se afirma en un artículo publicado en Londres en 1791 con motivo de una interpretación de la obra, Haydn mantuvo correspondencia (hoy perdida) con Santamaría, preguntándole si ocasionalmente podía exceder el límite de diez minutos, a lo que el prelado respondió que debía hacer lo que quisiera y que él acortaría sus sermones en consecuencia.
Haydn no solo fue flexible con la duraciones, sino que trató de caracterizar cada movimiento (titulados sonatas en la partitura) para que, en su conjunto, reflejaran una gran variedad de estados sicológicos, efectos dramáticos y recursos compositivos, hasta tal punto que algunos de ellos no parecen adagios en absoluto. Cada movimiento difiere del anterior en tonalidad, ritmo, modulaciones, en el prominente uso de las pausas y el silencio… Pero el punto de partida es común a todos ellos: la fisonomía de la melodía principal de cada sonata la dictan la escansión silábica y la acentuación de las palabras que pronunció Cristo en la cruz, en su traducción canónica al latín. Son palabras que no se oyen pero se presumen, a la manera de arias de las que se ha omitido el texto.
Cada conjunto de palabras fija asimismo el carácter del contenido musical de cada sonata, aunque sin caer nunca en guiones programáticos. Tras la majestuosa Introduzione, con sus dramáticos ritmos punteados, la Sonata I: «Pater, dimitte illis, quia nesciunt, quid faciunt» (Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen), se recibe dulcemente contrastante, con su pulso regular y puntuales cromatismos que hacen referencia a la sangre del cordero. La Sonata II: «Hodie mecum eris in Paradiso» (Hoy estarás conmigo en el paraíso), se construye en torno a la dicotomía entre una apertura doliente y la posterior aparición de una hermosa melodía que flota sobre un acompañamiento arpegiado, que representa el paraíso.
La Sonata III: «Mulier, ecce filius tuus» (Mujer, he ahí a tu hijo), que comienza con tres acordes repetidos y realiza una compleja elaboración de los materiales musicales, da paso a la Sonata IV: «Deus meus, Deus meus, utquid dereliquisti me?» (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?), que oscila entre la solemnidad y el lamento. La Sonata V: «Sitio» (Tengo sed), por su parte, es una original página en la que predomina el sonido pizzicato de las cuerdas.
La Sonata VI: «Consummatum est» (Está terminado) representa a Jesús clamando a Dios. Es el movimiento del que Haydn se mostraba más orgulloso y despliega una sofisticada conversación entre la línea del bajo y la melodía del violín. Por último, la Sonata VII: «In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum» (En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu), es una noble escena que representa a Cristo entregando su espíritu a Dios, y que desemboca en un final digno y tranquilo que da a entender que la vida terrenal de Cristo finaliza en paz.
Haydn, sin embargo, reserva una sorpresa final al hilo del evangelio de San Mateo, en el que se recoge que, tras la muerte de Cristo, «el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. La tierra tembló, las rocas se partieron y los sepulcros se abrieron». El Terremoto musical que desata Haydn justo al final de la obra es una breve y abrupta página que rompe con toda la contemplación anterior, pero que realiza la importante función de sacar al público de su ensoñación, marcando el final de la ceremonia y devolviéndonos a la realidad mundana.
La versión original de las Siete últimas palabras de Cristo en la cruz fue concebida para una orquesta de veinticuatro músicos, pero, junto a esta, Haydn realizó él mismo o aprobó adaptaciones para otros formatos instrumentales y vocales. En 1787 se publicaron simultáneamente las tres primeras versiones de la obra: para orquesta, para cuarteto de cuerda y para piano. La de cuarteto, que ofrece este concierto, se ha convertido en la más interpretada en todo el mundo y es un clásico imprescindible de la música de cámara. Y es probable que, debido al reducido espacio de la Santa Cueva, fuese de hecho la versión que se interpretó allí desde un primer momento, tal y como se sigue haciendo cada Viernes Santo hasta la fecha.
Mikel Chamizo