CONCIERTO
Homeland
Con obras de Fryderyk Chopin, Manuel de Falla, Komitas Vardapet, Federico Mompou y Edvard Grieg
Ciclo TEMPORADA DE MÚSICA 2025
27
JUN
2025
TEMPORADA DE MÚSICA 2025
Homeland
Con obras de Fryderyk Chopin, Manuel de Falla, Komitas Vardapet, Federico Mompou y Edvard Grieg
27 JUN 2025
PROGRAMA
Fryderyk Chopin (1810-1849)
Mazurca en si bemol mayor, op. 17 n.º 1 (3 min)
Mazurca en mi menor, op. 17 n.º 2 (2 min)
Mazurca en la menor, op. 17 n.º 4 (5 min)
Mazurca en do sostenido menor, op. 63 n.º 3 (2 min)
Manuel de Falla (1876-1946)
Cuatro piezas españolas (16 min)
1. Aragonesa
2. Cubana
3. Montañesa (Paysage)
4. Andaluza
Komitas Vardapet (1869-1935)
Seis danzas para piano (selección) (6 min)
2. Unabi
3. Marali
4. Shushiki
Federico Mompou (1893-1987)
Impresiones íntimas (selección) (16 min)
1. Plany I
2. Plany II
3. Plany III
5. Pájaro triste
6. La barca
8. Secreto
Edvard Grieg (1843-1907)
Sonata para piano en mi menor, op. 7 (20 min)
1. Allegro moderato
2. Andante molto
3. Alla Menuetto, ma poco più lento
4. Finale: Molto allegro
INTÉRPRETE
NOTAS AL PROGRAMA
La patria es mucho más que el lugar de nacimiento. La patria es el vínculo afectivo profundo del ser humano con su tierra, su cultura, su naturaleza. Es la raíz donde se asientan nuestras primeras vivencias, dejando una huella imborrable en nuestra identidad. Es también el conjunto de los hogares físicos o emocionales que vamos construyendo a lo largo de nuestra vida. Por la patria se ha luchado, se ha cantado, se ha versado, a ella se la ha anhelado y soñado a lo largo de la historia. La patria ha sido y es fuente de inspiración de grandísimos artistas, poetas, escritores, músicos.
En este recorrido encontramos a cinco autores que, a través del amor por su patria, crearon obras musicales universales: Fryderyk Chopin, Manuel de Falla, Komitas Vardapet, Frederic Mompou y Edvard Grieg.
Nacido en Varsovia en 1810 en una familia intelectual, Chopin muestra muy pronto su talento escribiendo sus primeras obras —entre ellas, varias polonesas— siendo apenas un niño. Triunfa en público enseguida y viaja a Berlín y a Viena en busca de una red de contactos internacional que le permita expandirse. Es en una segunda visita a Viena, cuando él tiene 20 años, en la que Rusia invade Polonia, algo que le aleja de su querida tierra para siempre, creando un gran vacío en su alma. Al no sentirse seguro en aquella Viena, decide establecerse en París, ciudad que, por otro lado, siempre había estado en su ideario artístico. Allí crea un círculo de amistades con exiliados, y juntos ayudan a la causa polaca dando algunos conciertos en beneficio de emigrantes más desfavorecidos. También allí entabla amistad con otros grandes compositores como Liszt o Berlioz.
Chopin mantiene la llama del amor por su patria viva constantemente, incluyendo referencias al folclore polaco en la mayoría de sus obras. Pero es en sus polonesas y mazurcas donde crea el más claro homenaje a su tierra. El autor toma estas danzas tradicionales polacas como base y las eleva con su exquisitez y sensibilidad al máximo refinamiento y sofisticación, convirtiéndolas en pura poesía pianística.
En una carta a su familia, Chopin escribe: «Mi piano no oye más que mazurs», una de las danzas populares polacas que, junto a las kujawiak y oberek, son la base de sus Mazurcas. A lo largo de toda su vida llega a componer cincuenta y ocho números. Las Mazurcas, op. 17 están escritas en sus primeros años de exilio en París, y la Mazurca, op. 63 n.º 2 data de 1846, ya cerca de su final. En todas se aprecia lo que publicó Schumann en una crítica: «Cada una de las mazurcas tiene un rasgo poético individual, algo distintivo en forma o expresión».
Viajamos adelante en el tiempo en este camino y llegamos a Cádiz, donde nace en el año 1876 Manuel de Falla. Con 21 años, Falla llega a Madrid para estudiar Piano y Composición en el Real Conservatorio de Música. Sus primeras obras están influenciadas por el romanticismo reinante y por autores como Schumann, Chopin y Grieg, a quienes interpreta regularmente en sus recitales. Es un encuentro transformador el que da paso al Falla que hoy más reconocemos: el que mantiene con el gran maestro de la música española, Felipe Pedrell.
Pedrell fue el primer músico que se encargó de estudiar a fondo la música tradicional, construyendo lo que sería la escuela de música española, y tuvo entre sus discípulos a Isaac Albéniz, Enrique Granados o Joaquín Turina. De todos ellos, Falla es quien sabe asimilar y hacer suyas más claramente estas enseñanzas, no solo quedándose en la canción folclórica, sino también estudiando hondamente la tradición musical culta de obras antiguas.
De este influjo nace su primera gran composición: La vida breve, premiada en 1905 por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. A pesar de este reconocimiento, Falla no consigue estrenarla en España y viaja a París en busca de un nuevo aliento. Allí encuentra dos grandes apoyos que serán igualmente determinantes en el desarrollo de su música: Claude Debussy y Paul Dukas.
Partiendo de un profundo conocimiento de la tradición, su técnica es cada vez más depurada y crea un estilo único fusionando lo español con las sonoridades modernas que inundaban París a principios del siglo XX. El resultado es una creación totalmente individual, excitante, que consolida el lugar de España en la cultura y el pensamiento europeos. Sobre los años en París, escribe: «En cuanto se refiere a mi oficio, mi patria es París. De no ser por París, yo hubiera tenido que abandonar la composición y dedicarme a dar lecciones para poder vivir». Allí logra estrenar La vida breve y allí culmina algunas de sus obras más significativas, como las Cuatro piezas españolas para piano.
Dedicadas a Albéniz, estas piezas constituyen la primera obra importante que escribe el autor. Tanto las enseñanzas de Pedrell como la influencia del París de la época están presentes a lo largo de las piezas. Comienza con Aragonesa, que, en palabras del propio Falla, «para hacerla no he adoptado ninguna jota auténtica, sino más bien he tratado de estilizarla». Le sigue Cubana, con su guajira y zapateado, y Montañesa, la más impresionista de todas, en la que se escuchan ecos de canciones populares del norte. La más conocida de todas es la última, Andaluza, con el fuego característico de la personalidad de Falla.
Sacerdote, filósofo, compositor, director de coro, pedagogo… a Komitas Vardapet se le considera el padre de la música armenia moderna. Nacido en 1869 en Kütahya, actual Turquía, destaca su talento para el canto desde niño, cuando ingresa en el seminario de Echmiadzin, donde se convierte en monje. Allí funda el coro del monasterio y más tarde da el salto a Europa, a Berlín, para continuar con sus estudios. Tras convertirse en doctor en Musicología, regresa a su tierra y se dedica a viajar por todo el país, con el foco en las canciones y danzas populares armenias que escucha en pueblos y aldeas. Así llega a recopilar más de tres mil canciones, base para su posterior trabajo de composición que está siempre centrado en la música nacional, incluyendo también música religiosa.
El éxito de Komitas viaja internacionalmente y adquiere grandes admiradores, como Claude Debussy, quien le define como uno de los más grandes compositores de la modernidad. Sin embargo, su trágico destino llega con el genocidio armenio en 1915, cuando es llevado junto a tantos otros intelectuales armenios al exilio en una cárcel de Constantinopla.
Aunque poco después es liberado —a diferencia de sus compañeros, que son la mayoría ejecutados—, el horror que vive en aquel encierro le trauma para siempre, causándole un colapso nervioso del que no consigue salir nunca más. Es internado en un hospital de Constantinopla y en 1919 le trasladan a un hospital de París, donde muere en 1935.
Sus Seis danzas para piano están escritas en París en 1906 e inspiradas, cómo no, en danzas populares armenias. La belleza de la armonía, su simplicidad fuera de todo artificio y la honestidad con la que crea desde la raíz de su alma, su pueblo, la convierten en música de una profundidad y una originalidad únicas.
Cualidades que también definen la música de nuestro siguiente compositor: Frederic Mompou. Nacido en Barcelona en 1893, París es, igual que para la mayoría de autores de este recorrido, una segunda patria para él. Hay dos periodos en los que vive en la capital francesa: el primero apenas a sus dieciocho años, cuando llega por recomendación de Granados, regresando en 1914, huyendo de la Primera Guerra Mundial.
En 1921 vuelve a instalarse allí, esta vez hasta 1941, tras la ocupación alemana de la ciudad. Así, no es de extrañar que sus principales influencias vengan de músicos franceses como Erik Satie, Gabriel Fauré o Francis Poulenc. A ellas se le une la inspiración de la música folclórica catalana, que está presente en muchas de sus obras.
En Mompou, patria también es todo lo que tiene que ver con la intimidad, con la pureza, con la música que emerge del silencio que en él resuena intensamente. Compone Impresiones íntimas en su primera llegada a París y se convierte en su primera obra publicada. En sus palabras: «Solamente quise expresar unas impresiones íntimas de la manera más sencilla». Esta suite de miniaturas refleja la esencia genuina del autor y la belleza de su espíritu, que desnuda al oyente. Como él mismo apunta: «Yo no compongo, descompongo». Y lo hace en un universo lleno de verdad, de color, de exquisitez, de hondura.
Nacido en Bergen en 1843, Edvard Grieg llega a los quince años al Conservatorio de Leipzig para estudiar Piano, Órgano y Composición, donde estudia con Ignaz Moscheles o Carl Reinecke, entre otros. A pesar de reconocer lo importante de la estructura, el joven Grieg busca ya por entonces nuevas armonías y formas de expresión, y se muestra reacio al conservadurismo que arrastra la escuela.
En 1862, Grieg regresa a su Bergen natal, aunque poco después decide establecerse en Copenhague, centro neurálgico de la cultura escandinava en el momento. Allí conoce a Rikard Nordraak, compositor noruego y creador del himno nacional del país, en un encuentro decisivo para la evolución compositiva de Grieg. Con él se adentra en el folclore noruego, en sus armonías y en sus ritmos, descubriendo todo un mundo de posibilidades. «Con él aprendí a conocer los cantos del norte y mi propia naturaleza», confiesa.
Así, la música de Grieg comienza a desarrollar su propia personalidad, un equilibrio perfecto entre el romanticismo tardío que bebe de influencias de Schumann y Chopin —compositores que admiraba especialmente—, impregnado a su vez de melodías y métricas populares e inspiración de paisajes noruegos, como se aprecia vívidamente en su Sonata para piano, op. 7.
Su única sonata dedicada al instrumento, es una obra de juventud eminentemente romántica, tan brillante como contemplativa, que a pesar de corresponder a una estructura clásica revela ya la singularidad de la inspiración armónica y melódica del autor.
Chopin, Falla, Komitas Vardapet, Mompou y Grieg, cinco nombres señalados en la historia de la música como espíritus nobles, fieles a sí mismos en su búsqueda de un lenguaje propio cimentado en el amor al alma de su pueblo, que dio lugar a universos brillantes en los que imperan la originalidad y la autenticidad, reflejo del genuino apego por su patria.
Judith Jáuregui