Ferran Bardolet, violonchelo
Ricard Rovirosa, piano
ARCHIPIÉLAGO DIGITAL
CONCIERTO
21
NOV
2025
TEMPORADA DE MÚSICA 2025
21 NOV 2025
Ludwig van Beethoven (1770-1827)
Trío con piano en mi bemol mayor, op. 1 n.º 1 (31 min)
Johannes Brahms (1833-1897)
Trío con piano n.º 2 en do mayor, op. 87 (28 min)
Ludwig van Beethoven
Trío con piano en mi bemol mayor, op. 1 n.º 1
En el vasto territorio de la música de cámara, pocas formas han servido con tanta elocuencia para trazar la evolución del espíritu creativo de dos gigantes como el trío con piano. El primero de los grandes hitos que aquí se nos presenta surge de la pluma de un joven Beethoven, todavía instalado en el final del siglo XVIII, cuando los ideales de claridad, equilibrio y elegancia heredados de Haydn y Mozart parecían el cauce natural de la expresión musical. Y, sin embargo, en esas páginas ya palpita algo distinto: un impulso vehemente, un gesto que trasciende la comodidad de lo establecido y anuncia la irrupción de un temperamento dispuesto a ensanchar el horizonte sonoro. El Trío en mi bemol mayor, op. 1 n.º 1 no es una obra de aprendizaje, sino una declaración de intenciones. Beethoven lo presentó en los salones vieneses como parte de un tríptico inaugural, consciente de que en ese terreno de intimidad podía desplegar un discurso nuevo, donde la conversación entre violín, violonchelo y piano se cargaba de tensiones, contrastes y una vitalidad teatral que no tardaría en sacudir la tradición.
El Allegro inicial se abre con un motivo luminoso, casi ingenuo en su ligereza, que pronto revela un trasfondo más ambicioso: cada intervención, cada modulación, parece conducirnos a un espacio más amplio que el de la mera gracia galante. Es como si el joven Beethoven, aún reverente con las formas clásicas, ya quisiera empujar los muros de la sala hacia fuera, dejando que entre un aire más denso y cargado de energía. La escritura pianística, lejos de limitarse a un acompañamiento ornamental, reclama protagonismo; el violín y el violonchelo no se pliegan a la función servil que aún les reservaban ciertos modelos dieciochescos: participan de un diálogo franco, áspero por momentos, vibrante en su alternancia de sombras y fulgores. Esa voluntad de dar voz a cada instrumento configura un tejido que, sin abandonar el lenguaje clásico, anticipa el dramatismo de un teatro instrumental que sería seña de identidad del compositor.
El segundo movimiento, marcado Adagio cantabile, abre un paréntesis de lirismo que sorprende por su hondura en una obra temprana. El canto se despliega con sencillez, pero pronto alcanza una dignidad casi operística. En él se adivina ya el Beethoven que haría de la melodía un vehículo de conmoción directa, un cauce de emoción desnuda capaz de suspender el tiempo. La música parece hablar en primera persona, como si el compositor, joven aún y deseoso de afirmarse en la Viena de finales del siglo XVIII, quisiera decir: “también en la serenidad encuentro mi voz, también en la calma sé ser elocuente”. Y, sin embargo, incluso en este espacio de aparente quietud late una tensión interior que nunca se disipa por completo, un resplandor inquieto que confiere a la página una expresividad de rara madurez.
El minueto que sigue, ligero en apariencia, nos recuerda que Beethoven siempre entendió la danza no solo como un divertimento: es también una ocasión para revelar contrastes inesperados. Aquí la elegancia se entrecruza con giros casi populares, con súbitos acentos que rompen la uniformidad. La sonrisa cortesana convive con una picardía que bordea la ironía, como si el compositor jugara con las expectativas de su audiencia, seduciéndola con la gracia y, al mismo tiempo, desestabilizándola con la fuerza de un acento inesperado o la brusquedad de un cambio armónico.
El Finale, un presto de irresistible vivacidad, pone de manifiesto la exuberancia juvenil de Beethoven. La música corre desbordada, pero no sin dirección: cada vuelta de la frase, cada impulso del ritmo parece afirmar un gesto de libertad, un deseo de romper amarras. Es aquí donde más claramente resuena la voz del futuro revolucionario, la energía incontenible que en pocos años se volcaría en las sinfonías y en obras de una envergadura inédita. Y, sin embargo, la pieza conserva la frescura de una declaración inaugural, de un primer paso firme que no reniega de sus raíces. Beethoven demuestra con este trío que la herencia clásica podía ser al mismo tiempo un punto de partida y un desafío, un suelo firme y un trampolín hacia lo desconocido.
Johannes Brahms
Trío con piano n.º 2 en do mayor, op. 87
Avanzamos casi un siglo para encontrarnos con Johannes Brahms, cuyo Segundo trío con piano en do mayor, op. 87 ofrece un contraste revelador. Aquí ya no se trata de anunciar el porvenir, sino de habitar un presente pleno de madurez. Brahms, en la década de 1880, había alcanzado un dominio absoluto de su lenguaje: un arte que sabía aunar la severidad estructural heredada de Beethoven con la riqueza de color y la calidez expresiva de su tiempo. Este trío no nace de la impetuosa necesidad de afirmación; lo hace de una interioridad más reposada, aunque no menos intensa. Si en Beethoven todo parece por conquistar, en Brahms todo parece conquistado, y de esa posesión brota un canto grave, profundo, capaz de abrazar lo melancólico y lo jubiloso en un mismo gesto.
El Allegro inicial se despliega con nobleza, sin prisa, como un río caudaloso que conoce el terreno que atraviesa. La claridad de su diseño formal no excluye una gran variedad de climas: la energía rítmica que anima los compases convive con la amplitud melódica característica de Brahms, ese lirismo que parece siempre teñido de nostalgia. No es la nostalgia del que anhela lo que aún no llega: es la del que contempla lo ya vivido con la lucidez de la madurez. La escritura instrumental, de una riqueza inagotable, integra con naturalidad la calidez del violín, la hondura del violonchelo y la densidad armónica del piano. Cada voz se entrelaza con las otras sin perder su individualidad, en un tejido sonoro tan sólido como flexible.
El segundo movimiento, marcado Andante con moto, es quizá uno de los ejemplos más bellos de cómo Brahms sabía conciliar lo íntimo y lo épico. Su tema principal, de sabor casi folclórico, se presenta con sobriedad, pero pronto se ve envuelto en variaciones que revelan un arte de la transformación incesante. Lo que comienza como una melodía sencilla se eleva hacia regiones de solemnidad, de evocación casi coral, como si la memoria de cantos ancestrales se fundiera con la voz personal del compositor. Aquí Brahms parece dialogar con un pasado remoto, integrando en su música ecos de una tradición popular que, lejos de ser cita anecdótica, se convierte en sustancia viva de su lenguaje.
El Scherzo, con su contraste de ritmos incisivos y pasajes etéreos, condensa a la perfección el carácter dual de Brahms. Su escritura es enérgica, incluso vehemente, pero siempre equilibrada por episodios de transparencia, de súbita ingravidez. Hay en él una tensión entre la pesantez y la levedad, entre la fuerza de lo terreno y la sugestión de lo intangible. En ese vaivén se revela un espíritu que nunca renunció a la dialéctica, a la convivencia de lo opuesto, a la búsqueda de unidad a través de la tensión.
El Finale culmina la obra con un tono que oscila entre lo solemne y lo jubiloso. Si en Beethoven el cierre era una carrera vertiginosa hacia adelante, en Brahms es más bien una afirmación de plenitud, un canto que abraza la vida en su complejidad. La escritura pianística, poderosa y densa, sostiene un entramado en el que las cuerdas se elevan con lirismo y fuerza hasta desembocar en una conclusión que, sin renunciar a la brillantez, conserva algo de meditativo, de profundamente humano. Es la voz de un creador que ha recorrido un largo camino y que, en la cúspide de su madurez, ofrece un testimonio de equilibrio entre razón y sentimiento, entre rigor y calor expresivo.
Escuchar en un mismo programa estas dos obras significa recorrer, en un arco simbólico, la distancia que separa la juventud impetuosa de Beethoven y la madurez serena de Brahms. En la primera resplandece el fuego del que comienza a forjar su destino, en la segunda el fulgor recogido del que ya ha trazado su camino. Ambas, sin embargo, comparten una misma verdad: la convicción de que en el diálogo íntimo de unos pocos instrumentos puede resonar toda la vastedad de la experiencia humana. Beethoven y Brahms, en su singularidad, nos revelan que la música de cámara, lejos de ser un género menor, es un espacio privilegiado donde la sinceridad del artista encuentra su cauce más directo. Y así, entre el ímpetu juvenil del primero y la hondura madura del segundo, se abre ante nosotros un paisaje sonoro que no se mide por el tiempo transcurrido, sino por la intensidad de una voz que sigue hablándonos con inquebrantable actualidad.
Tempus Trio